El diplomático británico Rodney Gallop estuvo asignado a su embajada en México de 1935 a 1938, y escribió: “A partir de febrero de 1936 ya fue posible llegar a Tepoztlán por carretera, pero los que lo visitan por primera vez con un auténtico espíritu de peregrinaje sólo tienen un método de acceso: el pronunciado y estrecho camino por El Parque”.
“El Parque es el nombre de la estación del ferrocarril que corre de la ciudad de México a Cuernavaca. Se encuentra más o menos a la misma altura de la capital, sobre las colinas sureñas del macizo montañoso que separa al Distrito Federal del estado de Morelos. De El Parque a Tepoztlán hay que descender unos 700 metros por un sendero agreste, pero hablando metafóricamente el descenso es como de dos mil años. La parte de montaña es el México de la prehistoria. Es un parque natural de bosque virgen, sin grandes árboles ni densa floresta tropical, sino a base de pinos bajos y matorrales olorosos propios de la tierra fría, una ladera aromática como las que pueden encontrarse en California o en el Mediterráneo”.
“En su largo descenso hacia Cuernavaca, la vía del tren tuerce haciendo una vuelta en U y se regresa en dirección al oeste, y el caminante se afianza la mochila a la espalda y avanza a zancadas por el sendero que conduce a Tepoztlán, y a la edad media. La brecha cae abruptamente y pronto aparecen del lado izquierdo los primeros riscos que se yerguen por encima del sendero. Un par de indios cabalga hacia abajo en pequeños pero veloces potros de montaña con sillas de montar muy elaboradas y estribos con tapaderas. Deben ser tlahuicas, una rama de la gran familia nahua como los aztecas. Un poco más adelante, dos mujeres con sus rebozos azules terciados descienden con cuidado sorteando las piedras del camino. Una de ellas tiene el cabello blanco y un rostro severo que bien podría ser el de una santa o una bruja”.
“Habiendo recorrido algo así como un tercio del camino, dejamos el sendero por una vereda poco perceptible que prometía ser la vía de acceso más lógica y con la vista más impactante a Tepoztlán. De pronto, éste apareció, por un lado de la montaña que al bajar formaba una especie de túnel, cerrado al frente por pilares verticales de roca. Un poco más abajo estaba la entrada oculta a Tepoztlán. Desde ahí pudimos contemplar la tierra prometida: una extensa superficie verde situada unos 500 metros más abajo que llegaba hasta las montañas más lejanas sobre la línea del horizonte. Conforme la vereda se internaba en el túnel, la verde llanura encantada desaparecía de la vista. Luego venía una subida corta por la grieta angosta de una roca en forma de chimenea, oscura incluso bajo el sol del mediodía. Al llegar arriba, en un conjunto de peñascos como azotados por la tempestad, se alza la pirámide del Tepozteco, una de las más pequeñas pero también de las más importantes de la época precortesiana”.
“Desde las colinas elevadas más cercanas, Tepoztlán aparece de tal manera hundido en el follaje que no se pueden ver las casas, sino tan sólo las esbeltas torres de sus siete templos parroquiales y el techo almenado del monasterio. Bajo un sol vertical, ese mar de vegetación refleja un brillante destello metálico. Las anchas calles del pueblo reciben las sombras de árboles de mango, guayaba, mamey y otras frutas exóticas«.
«De las cercas de piedra brotan finos helechos. En los jardines, ‘como lámparas doradas en una noche verde’, cuelgan naranjas maduras, que resplandecen entre las variadas tonalidades del plumbago azul, gloria de la mañana, buganvilia, laurel e hibisco escarlata y rosado”.