Si por “sentido” entendemos un sendero con una dirección hacia alguna meta, entonces, definitivamente el “sentido de la vida” no es otro más que la muerte.

Desde que nacemos cada día nos acercamos un poco más a la sepultura, lo que dispara la interrogación sobre si el deceso es una iniciación a otro modo de estar o es, en cambio, el nihilismo absoluto.

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Según Georges Bataille, todos estamos arrojados a la “realidad animal”: nacer, crecer, reproducirnos, envejecer y morir sin recobro. A pesar de ello, el hecho de que el final esté anunciado no quita que haya cierta flexibilidad para elegir cómo “queremos” sobrellevar el mientras tanto. Ese margen, sin duda, nos humaniza.

Desde esta perspectiva la cosa cambia porque el sentido ahora puede ser sublimado en un “significado” subjetivo y artificial. Ante lo irreductible, el hombre busca algo que le indique que su presencia en el mundo no es en vano, que está aquí por alguna razón, que forzosamente tiene que haber un propósito.

Hombres mirando al Este

El filósofo Héctor Mandrioni llamó a esta necesidad “vocación idolátrica”, una ocupación de vida que, lejos de ser coyuntural, se orienta hacia el mundo en las formas; es decir, a la construcción de “fetiches” utilizados en posibles escapismos, como por ejemplo en el caso de una profesión o de una máscara social, pero que solo sirve para paliar la angustia de la nada. Este tipo de vocación, claro está, no resuelve el problema existencial, a no ser que se logre realizar lo que el mismo Mandrioni nominó como “vocación ideal”, que más bien tiene que ver con la autorrealización espiritual. Quizás por eso las culturas inventaron a Dios junto con el don último de la salvación.

Por lo expuesto se deduce, pues, que la creencia en la divinidad está sostenida indisolublemente en la esperanza incomprobable de la prolongación ultraterrena a través de la victoria sobre el Hades. Asimismo, las condiciones que darían un significado metafísico a nuestras vidas estarían inmersas en el mito y, supuestamente serían, por una parte, la afirmación de que Dios existe —o un centro de dependencia absoluta—y, por la otra, la propuesta de que después de la muerte debería haber algún tipo de continuación.

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Es demasiado terrible que el significado trascendental o “ideal” esté solamente sostenido en una creencia rodeada de silencio. Sin embargo, el motivo de la perennidad de la religión, aún en la era de la ciencia y la técnica, se debe a que reprimir esa dimensión espiritual, más allá de su verosimilitud, es insoportable; de otra forma deberíamos aceptar la nada, donde lo absurdo terminaría con frecuencia empujando al ente al más acuciante vacío.

¿Sería justo que lo transmundano fuese un espejismo y lo único real consista en este brevísimo presente? ¿Dónde están las vivencias de todos los seres anónimos inhumados en las profundidades del olvido, de aquellos que amaron, odiaron, enmudecieron de pasión, crearon, soñaron, se entregaron a la aventura o al fracaso? Jorge Luis Borges en el poema “La noche que en el sur lo velaron” expresa: “Me enternecen las menudas sabidurías que en todo fallecimiento del hombre se pierden…”.

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No sé la respuesta. Pero tengo claro que, muy a mi pesar, sin la fe y sin las quimeras del mito solo deviene lo inane. Es como le dijo el sirviente a Siddhartha Gotama, el Buda: “La enfermedad, la decrepitud y la muerte nos ocurrirá a todos, príncipes o mendigos, sin escape”. Paul Gauguin, el artista posimpresionista que buscaba el paraíso en la Tierra, en su obra pictórica “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?”, haciendo una clara referencia al saludo tradicional tahitiano, intentaba retratar su visión trágica del tránsito vital. ¿Tiene lógica seguir hasta el final? Albert Camus comienza su ensayo “El mito de Sísifo” diciendo: “No hay más que un problema verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”… Y yo agregaría, además, de la teología.

Creer en Dios o en el retorno de los difuntos de alguna manera edifica significantes constituyentes para el “Dasein”. Quizás por ello hoy la religión esté muy lejos de ser superada. Todavía en la era digital seguimos sosteniendo las mismas hierofanías que en la Edad Media. Seguimos invocando a un Dios crucificado y resucitado al tercer día. Para el espíritu es certeza, pero para la razón es la imposibilidad de todas las posibilidades.

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No obstante, sin apartarse de lo concreto, podemos ver las cosas desde una nueva perspectiva. Si la única vida es esta, lejos de angustiar debería realizar. Volviendo a Camus, el maestro de lo irracional, quien decía que aún en nuestra finita aparición en medio de la nada, vivir vale la pena y, en vez de concentrarnos en la extinción, a cambio, deberíamos agradecer por existir. Esto abre una causa válida para buscar y hacer el bien, una sustantividad que motive precisamente porque no hay otro sentido más que la muerte.

Si Dios no estuviese en escena y el simple ahora no tuviese más significado que el deceso, todo se teñiría de un nuevo alcance, porque ese “simple ahora” sería transustanciado en un hecho histórico. El tiempo cobraría otra densidad y la sabiduría práctica nos impelería a una moral irresistible, donde hacer lo correcto se tornaría entonces en un acontecimiento original, irrepetible y sagrado —lo correcto entendido como aquella “vocación ideal” de la que hablábamos y que nos reconcilie con la naturaleza—.

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Lo preciado de todo esto, al mismo tiempo que su dificultad, es el no saber; aquello que siempre debe dejar abierta la puerta para el enigma, ya que negar lo trascendente, como afirmarlo radicalmente es, en última instancia, un acto de soberbia. Acaso Dios, si es que existe, nunca nos dará la prueba definitiva que reclamamos por la sencilla razón de que el ser, en la búsqueda de ese misterio último, es capaz de los hechos más memorables, pero también, hay que decirlo, de las acciones más indescriptibles.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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